De pequeño quedaba con mi cuñado en el pueblo para ir a coger el musgo. Agarrábamos la bicicleta Torrot sin marchas ni ruedas preparadas para la montaña, ni tan siquiera frenos, cruzábamos el puente del río y triscábamos por las piedras del barrancal de granito buscando el oro verde que crecía a la umbría. Con una espátula despegábamos las raicillas y cortábamos grandes porciones de suelo para decorar el Belén. Allá por los años setenta la manera ortodoxa de celebrar la Navidad pasaba por un nacimiento con su musgo, su serrín de la carpintería del tío Goro, figuritas de arcilla compradas en Talavera de la Reina y un ligero espolvoreo de harina, porque todo el mundo sabía que en diciembre nevaba en el portal.
Jesús Corroto hacía algo parecido en Gálvez. Como buen boy scout ayudaba a montar el Belén de la parroquia de su pueblo y, en lugar de serrín, recorría muchos kilómetros para conseguir la arena más fina de las Minas de Santa Quiteria, tan fina que parecía de playa.
Luego se murió el tío Goro y dejamos de tener el suministro de serrín, y el Seprona volcó su celo en la preservación del musgo. Por la tele supimos que en las lejanas tierras que vieron nacer al niño Jesús no nevaba ni en broma, y el corcho de las montañas de Herodes, que venía directamente de la pedanía oropesana de La Corchuela, era absorbido por las bodegas para taponar las botellas de vino y cava. Nos quedamos sin la materia prima que había dado forma a nuestra visión infantil de la Navidad. Esa Navidad que ahora empieza en noviembre y que a muchos nos tiene agotados antes del 24 de diciembre. Luces, cánticos, papásnoeles trepadores, anuncios de colonias, tus juguetes en Toys´r Us, cenas de empresa, cenas de familia, cenas de amigos, cenar dos veces…
Adoro la Navidad de antaño. La del frío, la que empezaba con el sorteo de Navidad y terminaba mirando el zapato colocado en el alféizar de la ventana el día de los Reyes. La de las tarjetas de papel en un mundo sin Internet. La del turrón de guirlache y el mazapán hecho en el fogón de la cocina de mi casa. La de la sopa de mariscos que ese día y sólo ese día hace mi madre. La de la nostalgia, la del frío intenso que te cambia el color de la cara, la de los niños que se saben un villancico y lo destrozan con sus zambombas y panderetas. La que prácticamente ha desaparecido bajo la avalancha de un mundo que no puede vivir sin gastar a lo loco.
Para poder tocar aquel espíritu navideño no pude encontrar mejor mago que a Javier Caboblanco, el genio toledano de la papiroflexia. Anhelaba poder rememorar mi infancia mirando un Belén digno del siglo XXI, pero con el saborcillo del siglo XX. Y Javier se puso manos a la obra. Combatió contra grandes pliegos de papel metalizado, los dobló y doblegó sin tregua, y cuando las formas de la Virgen, San José, el Niño, el buey y la mula, los Reyes Magos con sus camellos (de dos jorobas, por supuesto), los pastores y sus ovejas brotaron de sus dedos, les dio un soplido suave para que reflejaran la luz y deslumbrasen a los espectadores.
Sólo nos faltaba el espacio en el que debían de habitar las figuras. Ahí apareció el genio del arquitecto Jesús Corroto Briceño. Algún día, cuando esté descuidado, me gustaría darle el cambiazo de gafas para ver cómo se ve el mundo en cuatro o cinco dimensiones. Sin musgo, sin serrín, sin harina de nieve, sin río de la plata de envolver el chocolate, sin montañas de corcho. Sin nada de eso, pero con todo. Son sólo cuatro planchas negras de cartón pluma, hilvanadas con hilos de pescar de la tienda de los chinos. Con ellas ha creado un mundo digno de Calder que destila pureza, elegancia, y que recoge la espiritualidad navideña que algunos creíamos haber perdido para siempre. Ahora el belén del hotel Carlos V nos aguarda a todos para recordarnos que la Navidad puede estar encerrada en los pliegues de unas figuras de papel que viven en un lecho flotante de cartón.
Bienvenido Maquedano Carrasco
Antiguo Alumno, arqueólogo y gestor cultural
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